Manuel Molina

Manuel Molina
Retrato de Ramón Palmeral 2017

miércoles, 1 de febrero de 2017

Manuel Molina, en el recuerdo, por José Carlos Rovira, en el número 21 de Auca 2011




Manolo molina, en el recuerdo siempre

Conocí a Manolo Molina en esta ciudad hace cuarenta y pico años. Iba a verlo algunas tardes a la Biblioteca Gabriel Miró, ubicada ya en su lugar actual. Manolo recibía desde su mesa de sala colectiva de bibliotecarios y sonreía con franca complicidad ante el joven lector de Miguel Hernández que había detectado que el poeta hablaba de él en alguna de sus cartas: un "recuerdos a Molina" de Hernández desde Madrid me hacía muy interesante al personaje, que era jovencísimo cuando aquella carta. Yo lo había conocido por mediación de Marilé, su hija, e Isidoro Manteca, novio de ella, quienes me habían abierto un encuentro que fue duradero, epistolar desde otros lugares y sorprendido por lo que aquel hombre podía y sabía contar.

En un paseo tardío que lo llevaba hacia su casa, recalaba a veces en un bar muy conocido, donde Oliver, "el bardo", lo esperaba hacia las ocho de la tarde para comentar, leer, esperar esperanzadamente. Fue un día en aquel bar, tras dos copas de un vino de Jumilla que se llamaba Sabatacha, donde me recomendó que no siguiera intentando el camino difícil de la poesía. Le había entregado un libro unos días antes, que se llamaba algo así como "Palabra recobrada", y Manolo, con juicio certero, que siempre le agradeceré, me recomendó que siguiera otros caminos: creo que me puso así definitivamente en el aprendizaje de la crítica literaria y la poesía perdió uno de los malos poetas que la hubieran nutrido...

Yo había alcanzado los 19 años y empezaba a leer, tras oírlo varias veces, a Manolo Molina. Una tarde me habló de César Vallejo, que estaba entre sus mitos principales, quizá cerca de Miguel Hernández, que siempre estaba por encima de todos, y también me hablaba de Antonio Machado. Otra vez me situaba ante revistas próximas -creo que fue el activo principal de muchas experiencias de esta ciudad, como en estas páginas demuestra Manolo Parra-. Con frecuencia conversábamos de Hernández. En otros momentos, Blas de Otero era una evocación próxima y precisa. O me llevaba a descubrir a Carlos Sahagún, poeta y amigo joven que le apasionaba, mientras citaba a Cecilio Alonso, profesor y crítico con el que compartía aficiones y continuos encuentros.

He escrito varias veces sobre su poesía. Me interesó desde siempre, desde que conocí Hombres a la deriva, escrito en 1950 y leído por mí veinte años después. Era sin duda el testimonio metafórico de una sociedad agobiante para quien, muy joven, había vivido las esperanzas republicanas y la tragedia de la guerra, con la posguerra iniciada en un campo de concentración. La sociedad surgida de aquello no reparaba nada, era vengativa: "Aquí viven los ángeles de luto, / aquí mueren los hombres cada día/ con la cadena al hombro y la agonía/ saliéndose a los ojos, como un fruto...". Recondujo a veces el pesimismo en Versos en la calle (1955) y en Coral de pueblo (1968) y celebré hace bastantes años su Protocolo jubilar (1982) como un libro en el que la verdad personal se unía con fuerza a la poesía.

Inevitables recuerdos del poeta Manuel Molina nutren para mí un tiempo en el que fui descubriendo además sus ensayos, su rescate de Carlos Fenoll, del grupo que alguno quiere hoy negar, el de "la tahona", en la que Miguel Hernández leía Perito en lunas ante Efrén y Carlos Fenoll, Ramón Sijé, Jesús Poveda, Murcia Bascuñana, Gilabert, Josefina Fenoll a veces, y un sorprendido chaval de quince años que, en los años 60, comenzó a reconstruir una evocación casi familiar de aquellos encuentros y personas: Miguel Hernández y sus amigos de Orihuela (1969), Amistad con Miguel Hernández (1971) y Un mito llamado Miguel (1977), forman una trilogía imprescindible de memoria y clarificación, primero de sí mismo, al bucear en recuerdos sobre todo de 1932 a 1934, cuando quien contaba entre quince y diecisiete años pudo aprender en vivo lo que era la poesía de una de las voces más sorprendentes e inesperadas de nuestra tradición literaria.

Hay unas prosas de Molina que he releído estos días. Me escribió una dedicconmemorativamente unos meses antes, en el centenario del autor: se trata de Paisajes y personajes mironianos. Hay en ese libro una entrada al mundo de Gabriel Miró a través de personas, geografías y recuerdos, con la salvedad de que está recreando las propias vivencias del paisaje: Orihuela, la costa hasta la Marina, y gentes en el recuerdo de Molina que forman otra perspectiva de la Oleza mironiana, la de la propia infancia. Y luego, personas que han estudiado y recreado su mundo. Y, al final, pintores de nombres familiares que son para Molina mironianos en la perspectiva de paisaje. La pintura fue una de sus pasiones y allí están Emilio Varela, Francisco Pérez Pizarra, Gastón Castelló, Melchor Aracil y Miguel Abad Miró. La comprensión crítica de Molina aparece directamente escrita como inteligencia sensible mirando unas pinturas que le evocaban al prosista principal e intenso.

Lo evoco estos días en que se le dedica este monográfico. Lo releo en su intensidad. Lo recuerdo, con la sensación de tener hacia él deudas impagadas, en la memoria de unos años jóvenes en los que Manolo Molina desplegaba generosidad y lecciones, desde la sonrisa de quien un tiempo significó en Alicante valores culturales y una doble dimensión personal que podemos resumir en dos palabras: la supervivencia y la dignidad.

José Carlos Rovira

Catedrático de Literatura Hispanoamericana
Universidad de Alicante

(nº 21 de la revista AUCA)

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